Un alcalde sin zapatos
Reflexiones

Serguéi Dovlátov: los rusos también ríen

Un alcalde sin zapatos

Hola queridos amigos

Siempre que hablo sobre mi interés superior hacia la literatura rusa –a parte de la hispana, claro está– encuentro un ceño que se frunce ante mí como la cortina de mi abuela cuando espiaba a la vecina y en seguida vienen las opiniones: «¡Puff!, ¿qué triste, no?», «¿no te dan ganas de cortarte las venas?», «¡Mmfm, los rusos…!». Y ya cuando les digo que, además de toda la emotividad, misticismo y profundidad psicológica, que me encantan; soy muy fan de su literatura cómica, mi interlocutor empieza a mirar hacia el cuadro situado a la derecha superior de su cabeza intentando recordar algún autor ruso medianamente gracioso; no lo encuentra. ¿Es porque no lo hay? No. Más bien porque no son muy conocidos, no cuadran con la imagen adusta que en occidente tenemos de los rusos o simplemente su forma de concebir el humor es distinta a la nuestra. Por ello, autores de la talla de Nikolai Gógol, Mijaíl Zóshchenko o Serguéi Dovlátov quedan en un segundo plano muy inmerecido, sin duda. Si seguís leyendo esta entrada os demostraré que los rusos también ríen, aunque sea de sus propias desgracias.

¡Espero que os guste!

Hace años charlaba con una amiga sobre los parecidos que yo encuentro entre rusos y españoles, en algunos aspectos; claro. Mi amiga me miró de soslayo y en seguida sentenció que nada más lejos de la realidad: «Los españoles somos muy alegres, mientras que los rusos no se ríen ni a tiros…». Sí. Ya; los estereotipos, que son duros de pelar. Aunque también es cierto que la imagen que ellos mismos exportan al exterior no ayuda: esos hombretones con las comisuras de los labios hacia abajo y los ojos entornados en una expresión fija, esas señoras que arrastran a sus hijos hasta el colegio y les espetan con una sequedad esteparia «Da, niet, naviernoe» (1) cada vez que se encaprichan con una bolsa de gusanitos. Tampoco ayuda su literatura más conocida –o la interpretación que suele hacerse de ella– con los personajes atormentados de psicología profunda creados por Dostoievski o la trascendencia del dolor mediante la paz espiritual de Tolstoi. No; definitivamente los rusos no se ríen, son una panda de borrachos dignos de psiquiatra que no saben hacer nada más que sufrir y darse de hostias. ¿Seguro? Vamos a ver que no.

Boris Yeltsin sobrio

No son muy conocidos los escritores rusos que hacen comedia; no porque no los haya, sino porque su materia cómica es muy diferente, en apariencia, a la típica hispana. O más bien a la que hoy en día nos bombardea por doquier: el chiste fácil y el payaseo no están muy presentes en la literatura rusa. Pero la comedia es mucho más amplia y compleja que un señor haciendo el mono. Nos podemos reír de las desgracias de otros, se puede construir una imagen grotesca del mundo, hacer un cambio de roles entre personajes que resulte ridículo; todo con mostrar, como dice Jesús G. Maestro, una inadaptación entre lo que se exigen de una personaje, a nivel normativo, y lo que éste hace en realidad. ¿Quién no se ha reído del borracho que no atina a ponerse la chaqueta cuando lo habitual en una persona de su edad y actitudes normales lo haga? Sin embargo, hay otro tipo de comedia que no solemos tener en cuenta hoy en día y es, como refría Alfonso Ussia: «el humor triste». Sí. Aquel que es tragicómico; que despierta compasión, cuando uno se ríe por no llorar: este es el humor más evidente en los autores rusos, sobre todo en el que hoy venimos a tratar aquí: Serguéi Dovlátov.

Serguéi D. Dovlátov era un jayán de casi dos metros que nació en 1941 en Ufá, donde sus padres habían sido evacuados durante el Sitio de Leningrado. Desde niño quiso ser escritor, pero a pesar de poseer el talento, las circunstancias no siempre le fueron favorables: le expulsaron de la universidad, fue guardia de prisiones, tuvo que dedicarse al periodismo; profesión que odiaba… Por si fuera poco, tenía otros talentos que podían resultar incompatibles con las letras: no sabía codearse con gente importante, vestía Serguéi Dovlátovcomo un mendigo, era un disidente del régimen que; si bien en aquella época no te mandaban de vacaciones a un Gulag a gastos pagados, vetaban las publicaciones de aquellos que, como Dovlátov, tenían una concepción un tanto sarcástica del sistema más igualitario del mundo y sus consecuencias… ¡Qué le vamos a hacer, hay empecedores (2) por todas partes! Estas circunstancias llevaron a Dovlátov a tomar una actitud ante la vida de lo más indiferente e irónica; eso sí, remojada con vodka, que no cura, pero anestesia; así como algunos trapicheos y ciertas actividades delictivas para un sistema en el que no se puede respirar más de la cuenta porque esto interfiere con la igualdad y fraternidad de los trabajadores. Todo cambiaría para él el día en que decidiera marcharse a EE. UU, allá por 1978. Bueno, seguiría empinando el codo y trabajando como periodista con esa actitud desengañada de la vida que ya había adquirido en su juventud, aunque al menos le fue posible publicar los retazos novelados de su vida en obras como La maleta (1986).

La Maleta es sin duda su obra más conocida. Aquí narra las peripecias que le llevaron a conseguir, por casualidad, toda la serie de objetos que se había llevado a EE.UU metidos calcetines de crespónen una maleta, ridículos desde el punto de vista material o funcional, pero que esconden una historia irónica, con situaciones rocambolescas, personajes grotescos y un humor que se pasa de negro dirigido a las miserias no sólo de sus conciudadanos, sino también y sobre todo hacia las suyas propias con el objetivo de retratar la vida cotidiana de la URSS desde la óptica neorrealista. Dovlátov no era amigo de oraciones complejas; su prosa se basa en la llaneza del lenguaje coloquial, aunque utiliza un vocabulario muy preciso y es de esos escritores en los que cada expresión o calificativo ha sido elegido a conciencia. Tampoco gustaba de la retórica verbal; la ironía y el sarcasmo está presente en los hechos narrados. Por ejemplo, el joven Dovlátov se mete en un negocio de contrabando de calcetines finlandeses de crespón aprovechando un nicho de mercado no cubierto por la producción soviética y adquiere una cantidad ingente de los mismos, pero justo cuando se dispone a venderlos las tiendas rusas los ofrecen a un precio muy inferior al que él había pagado al comprarlos. Como dice mi madre: «Algunos nacen con estrella; otros nacemos estrellados».

También, las situaciones ridículas atestan sus relatos de la manera más rocambolesca. Pensemos en aquel acto oficial de la Corporación de Leningrado, a la que Dovlátov estaba invitado por trabajar de escultor, y presenció cómo el excelentísimo Alcalde hacía lo siguiente:

«El alcalde se inclinó de repente hacia la mesa. Se agachó, sin bajar la cabeza. Su mano izquierda dejó el canapé sobre la mesa y se deslizó abajo. Durante cerca de un minuto, el rostro del invitado de honor mostró una concentración extrema. Después, se reclinó en el asiento con expresión alegre, tras emitir un sonido apenas audible, semejante al pinchazo de un neumático. Y, aliviado, recuperó su canapé.

Entonces levanté cauteloso el mantel. Miré bajo la mesa y al instante me enderecé. Lo que vi me asombró y me hizo contener la respiración. El conocimiento del secreto hizo que me encogiera. Lo que vi fueron los grandes pies del alcalde de la ciudad, enfundados en calcetines de seda verde. Los dedos de los pies del alcalde se agitaban, como si su dueño estuviera improvisando al piano.

A su lado estaban los botines.»

Lo curioso es que el aprendiz de escultor fue poseído por el espíritu del HAMPA y acabó por robarle los botines al edil de la ciudad de Lenin. Ya lo avisaban al principio del capítulo: los rusos roban… ¿Y por qué será?

Sin embargo, el humor, que podría parecer inocente tiene también en la obra de Dovlátov el poso de un fuerte racionalismo que busca, en esencia, desenmascarar todas aquellas mitificaciones que el pensamiento mágico nos infunde como verdades acríticas. Así, nuestro protagonista recibió como regalo la vieja chaqueta de pana, manchada de pintura, del difunto pintor cubista Fernand Leger. Y aunque la usó admirado por su poseedor como la Zarina Alejandra de Rusia pedía al Zar Nicolás II que arreglase su cabello todas las mañanas con el peine de Rasputín, llegó a decir ésto del gran artista:

«Léger murió siendo comunista, después de creer para siempre en la mayor charlatanería sin precedentes del mundo. No se excluye que, como muchos pintores, fuera tonto.»

Fernand Leger

Así es, queridos amigos, los mitos, las religiones y los dioses son, a largo plazo, un lastre para el ser humano; siempre será mejor quitarles es pátina sacra que los hace perfectos a nuestros ojos. Ya sabéis, más pensar y menos creer… Y esta idea también la deja muy clara en su opinión sobre la elecciones:

«En tres ocasiones no había ido a votar. Y no era por mostrarme disidente. Más bien, odiaba los actos sin sentido.»

Por otra parte, el humor, a veces carnavalesco, de este autor esconde críticas muy profundas al sistema, que después de provocar en el lector una carcajada contra el absurdo le dejan el regusto amargo de la realidad que representan de manera expresionista:

«En la fábrica de juguetes habían descubierto un robo de propiedad estatal a
gran escala. Comenzaron a desaparecer osos, tanques y excavadoras de cuerda. En enormes cantidades. La milicia se dedicó a aquel caso un año entero, pero sin el menor éxito.

El delito había quedado aclarado recientemente. Dos peones de la fábrica habían excavado un pequeño túnel, que iba desde el interior de la empresa hasta la calle Kotovski. Los obreros tomaban los juguetes, les daban cuerda y los ponían en el suelo. Al instante, los osos, tanques y excavadoras se largaban solos. Huían de la planta en un torrente interminable.»

¿Cuántos juguetes creados con un principio mecanicista no se darían cuerda a sí mismos para marcharse de la planta que los vio nacer? Sin duda, Serguéi Dovlátov fue uno de ellos…

Mono de cuerda

Hablando de juguetes, tampoco faltan en La Maleta descripciones de personajes esperpéticos al más puro estilo de Valle-Inclán. Veámos por ejemplo al director de cine y esnob de la época, Shlippenbaj:

«Era un hombre delgado, nervioso, con cabellos largos, algo sucios. Decía que sus antepasados suecos aparecían en documentos históricos. Además, Shlíppenbaj llevaba en un bolso de la compra un tomito de Pushkin. Con la envoltura de un caramelo había marcado el poema Poltava.»

Para los que no estéis muy familiarizados con la literartura romántica rusa, Poltava es un poema épico que narra la batalla del mismo nombre y con ella el inicio del poderío de la Rusia Imperial en la persona de Pedro el Grande, pero el hecho de marcar dicho poema con un objeto tan inmundo como el envoltorio de un caramelo y guardar el libro Pedro el Grande y un caramelodel poeta más importante de las letras rusas en una bolsa de la compra es, sin duda, un distanciamiento grotesco de aquella época idealizada por el director de cine que contrasta profundamente con la realidad del Leningrado de los 70. Además, se puede observar claramente ese aire tan heroico como trasnochado en este personaje que, como he dicho, recuerda en gran medida a los héroes clásicos lanzados al estercolero que Valle-Inclán exponía en obras tan importantes como Luces de Bohemia. ¿Ahora qué…? ¿¡Siguen siendo los rusos tan distintos a los españoles!? A ambos nos gusta reirnos de aquello que no se puede conseguir; porque ya no existe o porque nunca podrá materializarse, y mucho más de los necios que lo extrañan poeídos por el espíritu del idealismo más sofisticado… ¿Tengo que recordaros a Don Quijote?

Para más inri, no son pocas las situaciones que el propio autor expone de sí mismo quedando en ridículo por diversas razones, como la estrechez de miras del público cundo durante una obra de teatro el autor; siendo un niño, escenificó una versión formalista de un esquiador sin esquís y éstos lo interpretaron como un gamberro que simulaba actos obscenos. También es triste el caso en el que le disfrazaron del Abuelo Frío –la versión rusa de Papá Noel– para dar regalos a los niños de un colegio y éstos le confundieron con Lenin. Y, por supuesto, su apatía por una vida carente de sentido y la de su esposa que les llevaron a dejar que el amor que sentían el uno por el otro se diluyera hasta su desaparición. Nadie debe extrañarse de que Serguéi Dovlátov muriera a los 48 años en una ambulancia que le llevaba al hospital a causa de una insuficiencia cardíaca ante la atenta compañía de dos enfermeros puertorriqueños que le confundieron con un mendigo alcoholizado, aunque aparte de su talento para escribir maravillas como La maleta; nunca había sido otra cosa. ¡Qué buena historia habría escrito en esta ocasión si la vida no le hubiese abandonado!

Serguéi Dovlatov

Si bien es cierto que me he basado en La maleta para escribir esta entrada, también os recomiendo otras obras de Dovlátov que siguen la misma línea: El compromiso (1981); donde sigue la tradición literaria rusa de los personajes antiheroicos con un bono de diez sesiones para el psiquiatra , La zona (1982); en el que narra, al estilo de Solzhenitsyn pero desde el otro lado del alambre, sus peripecias como guardia de prisiones, Los nuestros (1983); un retrato grotesco de los trapicheos y aventuras mezquinas de sus propios familiares, Retiro (1983); una crítica satírica de la espiritualidad rusa y la mitificación de la que son objeto los escritores tras ser aniquilados por su propio sistema –Vamos, al estilo de La oveja negra de Augusto Monterroso–, Oficio (1985); sobre los relatos retorcidos según la ideología imperante que el periodismo efectúa una y otra vez sobre la realidad, y La extranjera (1986); una novela llena de guasa sobre una aristócrata soviética –no; no es un oxímoron– que se marcha a EE.UU por seguir la moda de sus amistades pero, aunque todos los exiliados rusos besan el suelo que ella pisa como si fuera Marilyn Monroe, cae en las garras de un donjuan latino… y ya sabemos que los donjuanes no son trigo limpio: ¿¡que se lo digan a Doña Inés o a La Regenta!? También os dejo el trailer de la película de Alexey German Jr. Dovlátov (2018), la podéis ver en V.O.S, estoy segura de que os va a encantar… si os gusta el humor ruso, claro.

¿Entonces que, queridos amigos: los rusos saben o no saben reír? No sólo en autores como Dovlátov encontramos materia cómica, también en aquellos considerados La muerte de Stalinescritores serios con obras cargadas de la más dura de las melancolías y fatalismo a espuertas podemos encontrar algunos pasajes de humor triste. Por ejemplo, Aleksandr Solzhenitsyn. Todavía recuerdo esa mezcla de risa y pena cuando leí en Archipiélago Gulag aquel apláuso desesperado de diez minutos hacia el Camarada Stalin porque nadie se atrevía a parar el primero por miedo a unas vacaciones pagadas. ¿Y qué hay de Dostoievsky: acaso no resulta profundamente ridículo que un estudiante de derecho como Rascolnikov asesine a una vieja usurera porque se considere un génio como Napoleón? Sí, queridos amigos: los rusos también ríen; por no llorar. Pero pensadlo, ¿acaso los españoles reímos por otras cosas? ¿No es la comedia una solución catártica que maquilla realidades incómodas?

*****

Pues con ésto me despido, queridos amigos. Espero que a partir de ahora tengáis una visión distinta de escritores rusos y de una vez por todas desterremos esa imagen estereotipada de osos borrachos que sólo saben dar patadas, quejarse o engrosar las lista de trastornos mentales de la OMS.

¡Hasta la próxima!

¡Nos escribimos!

 

____________________________________

(1): ‘Da, niet, naviérnoe’ (en ruso: ‘да, нет, наверное’): ‘si, no, probablemente’. Expresión rusa que se utilizar para responder a una pregunta cuando en realidad no se quiere decir nada.

(2) Empecedor: (en ruso: вредитель/ ‘vredítel’): generalmente traducido como «saboteador» o «parásito», si bien el término ruso tiene connotaciones de perniciosidad y mala fe. Durante el periodo soviético estaba tipificado como delito penal contra aquellos que de alguna manera, real o parnoica, impedían que el sistema funcionase.

 

3 comentarios en “Serguéi Dovlátov: los rusos también ríen”

Deja un comentario